En una escapada a la
librería, en Alicante, adquirí un libro que me impactó por su nombre: Las culturas fracasadas. El talento
y la estupidez de las sociedades (Anagrama,
2010), del filósofo y pedagogo español José Antonio Marina. Tal título me
sugirió que podría tratarse de un análisis comparativo de diferentes culturas a
través de la historia. Me interesó conocer la visión, sobre tan importante
tema, de un filósofo europeo actual.
El libro –quien el propio J. A. Marina describe
como peculiar– pretende ser un
experimento social (de hecho, el comienzo de un movimiento social) mediante el
cual el autor invita a sus lectores a colaborar en el desarrollo de una teoría crítica de las culturas. La teoría estaría basada en el
concepto de inteligencia social,
buscando hacer viable un amplio y profundo estudio sobre los errores de la
humanidad (en función de las culturas) para minimizar la posibilidad de
volverlos a cometer. Hace hincapié en que la teoría tiene que ser crítica por la necesidad de analizar bajo un mismo
esquema a las culturas –solucionando
lo que él llama la imposibilidad o impertinencia de criticarlas– y así, poder
hacer una evaluación de ellas (con la “medición” de su “coeficiente intelectual
social”). De tal forma –prosigue– se podría discriminar entre distintas
culturas para elegir lo mejor de cada una (o eliminar lo “peor”) y aplicarlo en
beneficio del avance civilizatorio global.
J. A. Marina genera
el concepto de inteligencia
social de manera inductiva
partiendo de la inteligencia de la pareja amorosa, siguiendo con la
inteligencia de las familias, de los equipos de trabajo, de las ciudades hasta
llegar a la inteligencia social. Una pareja o una sociedad inteligente –dice–
poseen un capital social elevado. Por lo tanto, ante la
posibilidad de fracaso en la pareja, en la familia o en los equipos, el autor
generaliza el fracaso a las sociedades mismas. También realiza un análisis
interesante sobre las sociedades hiperindividualizadas (que alientan en extremo
la individualización) y en el otro extremo del espectro, de las sociedades masa
(como las de los regímenes absolutistas). Concluye esta parte diciendo que un capital social elevado –por consiguiente, una
sociedad altamente inteligente, basada en el pensamiento crítico– podría estar
a la mitad del espectro.
El autor expone con
claridad y erudición cada parte del libro. Su retórica y argumentación son efectivas.
Aunque en particular hay una sección que no resiste al menor de los análisis.
En la sección donde habla sobre la cultura y su alcance (capítulo III, pág.
71), menciona:
Dicen los
antropólogos que los nativos del desierto de Kalahari, que se limitan a recoger
alimentos y cazar, poseen un vocabulario de aproximadamente ochenta palabras, y
que su sistema de comunicación se apoya tanto en posturas y gesticulaciones que
tienen dificultad para comunicarse en la oscuridad. Las palabras no se han
independizado del contexto práctico. No hace falta ser etnocéntrico para
afirmar que este lenguaje –es decir, esta creación de la inteligencia colectiva–
es inferior a los lenguajes más evolucionados, porque limita las posibilidades
de comunicación y pensamiento. Dos grandes psicólogos, Vygotski y Luria,
estudiaron algunas tribus del sur de Rusia y comprobaron que eran incapaces de
pensamiento abstracto. Su cultura, –es decir, su inteligencia colectiva– frenó
el desarrollo de su inteligencia individual.
No se necesita tener una
formación humanista para darse cuenta de que J. A. Marina está siendo
prejuicioso. Está discriminando el lenguaje de poblaciones que él considera primitivo.
Habla sobre los lenguajes “más evolucionados” que sí permiten amplia
comunicación y pensamiento y concluye que un “lenguaje primitivo” genera
pobreza intelectual individual.
A manera de
respuesta, vale la pena colocar una nota que realizó el lingüista español Juan
Carlos Moreno Cabrera ante lo
dicho sobre los nativos del Kalahari en su libro La Dignidad e Igualdad de las
Lenguas. Crítica de la Discriminación Lingüística (Alianza Editorial, 2000). Por cierto,
J. C. Moreno Cabrera colocó esta nota (pág. 42) debido a que J. A. Marina ya
había utilizado previamente esta misma información –cuyo autor es C. Rule
(1967)– en su libro La selva
del Lenguaje (1998). La nota
dice así:
Juan Carlos Moreno Cabrera |
… No hace
falta ir al desierto de Kalahari para comprender que estos nativos tienen
palabras sobre las partes del cuerpo humano, de la cara, de los órganos vitales
del ser humano; tienen nombres para las cosas de su entorno físico que incluyen
nombres de animales, de plantas, de accidentes geográficos, de fenómenos
naturales; tienen palabras para su historia, sus fantasías, sus sueños, sus
necesidades, sus temores, sus sentimientos. No hay lenguas que tengan sólo
ochenta palabras... A C. Rule habría que decirle que el diccionario de
bosquimano (Bleek, 1956) tiene 773 páginas, en las que con seguridad se
incluyen más de ochenta palabras.
Creo que esta
respuesta es contundente tanto para C. Rule como para J. A. Marina. Lo que me intriga
no es que éste haya utilizado la información de aquel por vez primera en su
libro La Selva del Lenguaje,
sino que la haya vuelto a utilizar después de que se publicó el libro de J. C.
Moreno Cabrera en el año 2000. Además, el prestigioso lingüista británico David
Crystal en su libro La
Muerte de las Lenguas (Cambridge,
2001) también hace una crítica a este tipo de información (de hecho hace
mención de lo que C. Rule publicó, en una nota de la página 44), no validada
científicamente.
Quizá J. A. Marina no
leyó los libros que critican esta postura, pero la enorme erudición que
despliega en su libro indicaría que es poco probable que esto haya ocurrido.
Más bien utilizó fuentes que él creyó convenientes para el desarrollo de su
teoría.
En general, su libro
es interesantísimo, ya que explica y analiza una gran variedad de temas que
entrelaza con soltura, y como él pretende, es posible que su libro genere un
movimiento social. Pero lo que causa temor es que su desarrollo argumental está
entretejido con un darwinismo social que
valida el “triunfo” de las culturas más “fuertes” sobre las “débiles”. J. A.
Marina, justifica así un imperialismo que pretende homogeneizar las culturas
que componen nuestro mundo a una dominante (la más “inteligente” bajo su
esquema). La forma en que él trata a los lenguajes de los pueblos “primitivos”
es un indicador, entre otras cosas más, de esta pretensión. No es difícil
inferir que las culturas “más inteligentes” para él serían las occidentales.
Llegar a lo que J. A.
Marina pretende: una inteligencia
social de la humanidad universal,
implicaría la destrucción o “asimilación” de otras muchas culturas, la muerte
de muchas lenguas, el fin de incontables maneras de ver el mundo, entre otros
efectos que, más que enriquecer, empobrecería a la humanidad. Añade que con su
plan se aprovecharía la sabiduría de la historia. ¿Qué acaso la historia, como
la conocemos, no fue escrita por los vencedores, es decir, las culturas
dominantes de otras culturas? Esto tiene un nombre: imperialismo.
La diversidad en las
culturas (como el lenguaje, que es uno de sus productos) nos permite a todos aprender
de otras cosmovisiones; solucionar los problemas fundamentales de la sociedad
bajo otros esquemas; anhelar y soñar bajo otra estética. A mi parecer sería más
enriquecedor que todas las culturas del mundo aprendieran a respetarse a sí
mismas respetando la existencia de todas las demás; que descubrieran que su
riqueza radica en su misma diversidad; que en lugar de competir para ir
eliminando las culturas “fracasadas” compartieran entre sí sus valores para
conformar un saludable y diverso ecosistema cultural.
(Texto publicado en noviembre de 2012, en San Luis Potosí, México).
¡Muy bueno, felicitaciones JC! Me encantó ([:-D>
ResponderEliminarMuchas gracias, qué bueno que te gustó. Un saludo :-)
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