miércoles, 7 de enero de 2015

¿Las Culturas Fracasadas?

En una escapada a la librería, en Alicante, adquirí un libro que me impactó por su nombre: Las culturas fracasadas. El talento y la estupidez de las sociedades (Anagrama, 2010), del filósofo y pedagogo español José Antonio Marina. Tal título me sugirió que podría tratarse de un análisis comparativo de diferentes culturas a través de la historia. Me interesó conocer la visión, sobre tan importante tema, de un filósofo europeo actual.

El libro –quien el propio J. A. Marina describe como peculiar– pretende ser un experimento social (de hecho, el comienzo de un movimiento social) mediante el cual el autor invita a sus lectores a colaborar en el desarrollo de una teoría crítica de las culturas. La teoría estaría basada en el concepto de inteligencia social, buscando hacer viable un amplio y profundo estudio sobre los errores de la humanidad (en función de las culturas) para minimizar la posibilidad de volverlos a cometer. Hace hincapié en que la teoría tiene que ser crítica por la necesidad de analizar bajo un mismo esquema a las culturas –solucionando lo que él llama la imposibilidad o impertinencia de criticarlas– y así, poder hacer una evaluación de ellas (con la “medición” de su “coeficiente intelectual social”). De tal forma –prosigue– se podría discriminar entre distintas culturas para elegir lo mejor de cada una (o eliminar lo “peor”) y aplicarlo en beneficio del avance civilizatorio global.

J. A. Marina genera el concepto de inteligencia social de manera inductiva partiendo de la inteligencia de la pareja amorosa, siguiendo con la inteligencia de las familias, de los equipos de trabajo, de las ciudades hasta llegar a la inteligencia social. Una pareja o una sociedad inteligente –dice– poseen un capital social elevado. Por lo tanto, ante la posibilidad de fracaso en la pareja, en la familia o en los equipos, el autor generaliza el fracaso a las sociedades mismas. También realiza un análisis interesante sobre las sociedades hiperindividualizadas (que alientan en extremo la individualización) y en el otro extremo del espectro, de las sociedades masa (como las de los regímenes absolutistas). Concluye esta parte diciendo que un capital social elevado –por consiguiente, una sociedad altamente inteligente, basada en el pensamiento crítico– podría estar a la mitad del espectro.

El autor expone con claridad y erudición cada parte del libro. Su retórica y argumentación son efectivas. Aunque en particular hay una sección que no resiste al menor de los análisis. En la sección donde habla sobre la cultura y su alcance (capítulo III, pág. 71), menciona:

Dicen los antropólogos que los nativos del desierto de Kalahari, que se limitan a recoger alimentos y cazar, poseen un vocabulario de aproximadamente ochenta palabras, y que su sistema de comunicación se apoya tanto en posturas y gesticulaciones que tienen dificultad para comunicarse en la oscuridad. Las palabras no se han independizado del contexto práctico. No hace falta ser etnocéntrico para afirmar que este lenguaje –es decir, esta creación de la inteligencia colectiva– es inferior a los lenguajes más evolucionados, porque limita las posibilidades de comunicación y pensamiento. Dos grandes psicólogos, Vygotski y Luria, estudiaron algunas tribus del sur de Rusia y comprobaron que eran incapaces de pensamiento abstracto. Su cultura, –es decir, su inteligencia colectiva– frenó el desarrollo de su inteligencia individual.

No se necesita tener una formación humanista para darse cuenta de que J. A. Marina está siendo prejuicioso. Está discriminando el lenguaje de poblaciones que él considera primitivo. Habla sobre los lenguajes “más evolucionados” que sí permiten amplia comunicación y pensamiento y concluye que un “lenguaje primitivo” genera pobreza intelectual individual.

A manera de respuesta, vale la pena colocar una nota que realizó el lingüista español Juan
Juan Carlos Moreno Cabrera
Carlos Moreno Cabrera ante lo dicho sobre los nativos del Kalahari en su libro La Dignidad e Igualdad de las Lenguas. Crítica de la Discriminación Lingüística (Alianza Editorial, 2000). Por cierto, J. C. Moreno Cabrera colocó esta nota (pág. 42) debido a que J. A. Marina ya había utilizado previamente esta misma información –cuyo autor es C. Rule (1967)– en su libro La selva del Lenguaje (1998). La nota dice así:

… No hace falta ir al desierto de Kalahari para comprender que estos nativos tienen palabras sobre las partes del cuerpo humano, de la cara, de los órganos vitales del ser humano; tienen nombres para las cosas de su entorno físico que incluyen nombres de animales, de plantas, de accidentes geográficos, de fenómenos naturales; tienen palabras para su historia, sus fantasías, sus sueños, sus necesidades, sus temores, sus sentimientos. No hay lenguas que tengan sólo ochenta palabras... A C. Rule habría que decirle que el diccionario de bosquimano (Bleek, 1956) tiene 773 páginas, en las que con seguridad se incluyen más de ochenta palabras.

Creo que esta respuesta es contundente tanto para C. Rule como para J. A. Marina. Lo que me intriga no es que éste haya utilizado la información de aquel por vez primera en su libro La Selva del Lenguaje, sino que la haya vuelto a utilizar después de que se publicó el libro de J. C. Moreno Cabrera en el año 2000. Además, el prestigioso lingüista británico David Crystal en su libro La Muerte de las Lenguas (Cambridge, 2001) también hace una crítica a este tipo de información (de hecho hace mención de lo que C. Rule publicó, en una nota de la página 44), no validada científicamente.

Quizá J. A. Marina no leyó los libros que critican esta postura, pero la enorme erudición que despliega en su libro indicaría que es poco probable que esto haya ocurrido. Más bien utilizó fuentes que él creyó convenientes para el desarrollo de su teoría.

En general, su libro es interesantísimo, ya que explica y analiza una gran variedad de temas que entrelaza con soltura, y como él pretende, es posible que su libro genere un movimiento social. Pero lo que causa temor es que su desarrollo argumental está entretejido con un darwinismo social que valida el “triunfo” de las culturas más “fuertes” sobre las “débiles”. J. A. Marina, justifica así un imperialismo que pretende homogeneizar las culturas que componen nuestro mundo a una dominante (la más “inteligente” bajo su esquema). La forma en que él trata a los lenguajes de los pueblos “primitivos” es un indicador, entre otras cosas más, de esta pretensión. No es difícil inferir que las culturas “más inteligentes” para él serían las occidentales.

Llegar a lo que J. A. Marina pretende: una inteligencia social de la humanidad universal, implicaría la destrucción o “asimilación” de otras muchas culturas, la muerte de muchas lenguas, el fin de incontables maneras de ver el mundo, entre otros efectos que, más que enriquecer, empobrecería a la humanidad. Añade que con su plan se aprovecharía la sabiduría de la historia. ¿Qué acaso la historia, como la conocemos, no fue escrita por los vencedores, es decir, las culturas dominantes de otras culturas? Esto tiene un nombre: imperialismo.

La diversidad en las culturas (como el lenguaje, que es uno de sus productos) nos permite a todos aprender de otras cosmovisiones; solucionar los problemas fundamentales de la sociedad bajo otros esquemas; anhelar y soñar bajo otra estética. A mi parecer sería más enriquecedor que todas las culturas del mundo aprendieran a respetarse a sí mismas respetando la existencia de todas las demás; que descubrieran que su riqueza radica en su misma diversidad; que en lugar de competir para ir eliminando las culturas “fracasadas” compartieran entre sí sus valores para conformar un saludable y diverso ecosistema cultural.

(Texto publicado en noviembre de 2012, en San Luis Potosí, México).


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